Lo esencial es invisible a los ojos: Nutrir a nuestros hijos y nuestro niño interior
- JOSE ANGEL BILBAO SUSTACHA
- 24 nov 2024
- 4 Min. de lectura
Hay un momento en la vida en que dejamos de mirar las estrellas. Ya no contamos los pétalos de las flores, ni dibujamos carneros en una hoja de papel. Nos volvemos expertos en números, en recetas exactas, en listas interminables de cosas que hay que hacer para “ser buenos padres”. Pero El Principito nos recuerda algo: lo esencial no está en las cifras, ni en los libros de crianza, ni en la cantidad de vegetales que logramos que coman nuestros hijos en un día. Lo esencial es invisible a los ojos.

Cuando cuidamos a nuestros hijos, no solo les estamos alimentando el cuerpo con frutas, pan o leche. Les estamos dando algo mucho más valioso: el alimento del alma. Ese que está en la sonrisa cómplice cuando les dejamos mancharse las manos amasando galletas. Ese que se encuentra en una tarde haciendo un picnic improvisado en el salón de casa, comiendo bocadillos mientras hablamos de cómo creen que se sienten las estrellas.
El Principito nos invita a mirar con otros ojos, los de los niños, que no ven la comida como un conjunto de calorías, sino como un puente para el amor y la imaginación. Nos reta a ser indulgentes con nosotros mismos y a recordar cómo era comer con las manos, disfrutar del aroma del pan recién hecho o inventar historias con los colores de las frutas en el plato.
La crianza no es solo cuidar, es también aprender. Y nuestros hijos, con su mirada brillante y sus preguntas interminables, son los mejores maestros. Ellos nos muestran que no importa si una comida es “perfecta” según las guías, sino que sea compartida con amor. Nos enseñan que lo que les nutre de verdad no está solo en el plato, sino en nuestras palabras, en nuestra paciencia y, sobre todo, en nuestro tiempo.
Imagina a un niño pequeño, sentado a la mesa, mientras te observa con esos ojos grandes y curiosos. Para él, no importa cuántas verduras pongas en el plato si no hay una sonrisa que lo acompañe. No le importa si la comida es orgánica o gourmet, si tú estás demasiado ocupado como para mirarlo, escucharlo o disfrutar con él. Lo que realmente lo nutre es saber que está visto, que lo amas, que tu atención y tu tiempo son suyos.
Como padres, a veces olvidamos algo esencial: el alimento más poderoso no está solo en la comida, sino en los momentos que compartimos alrededor de ella. En una merienda improvisada en el suelo de la cocina, en dejar que se manchen amasando galletas, en inventar historias mientras los colores de las frutas se convierten en obras de arte en sus platos. Ese tiempo, esos pequeños rituales, son los que realmente les enseñan a sentirse seguros, amados y felices.
Porque los hijos son como la rosa del Principito, una creación delicada que recuerda la fragilidad y la belleza del amor. Durante su crecimiento, esta rosa no solo necesita agua y luz, sino también la ternura de una mano que la acaricie y la atención de un corazón que la escuche. A pesar de que en ocasiones nos pinche.
Cada espina que la rodea es un recordatorio de que el amor, en su forma más pura, puede ser un viaje lleno de desafíos. La rosa, a veces, puede parecer difícil de entender, inquieta en su deseo de ser valorada y cuidada. Sin embargo, cuando su fragancia llena el aire, es evidente que su esencia trasciende las dificultades.
La crianza de esta rosa, simboliza el cuidado y la dedicación que se necesita en las relaciones más profundas. Se trata de aprender a escuchar sus susurros, a comprender sus miedos y alegrías. Es un recordatorio de que cada detalle, cada momento de amor invertido, contribuye a su florecimiento.
Porque al igual que la rosa del Principito, en nuestro viaje hacia la crianza y el amor, cada espina nos enseña sobre la vulnerabilidad y la conexión profunda, mientras que cada pétalo nos muestra la inmensidad de lo que significa realmente cuidar y ser cuidar. Así, al regar nuestra rosa, regamos también nuestra capacidad de amar, crecer y florecer juntos.
Pero también hay algo más. El Principito nos habla de mirar hacia adentro, de recordar que dentro de nosotros hay un niño que también necesita ser cuidado. Un niño que añora las tardes de risas, los bocadillos simples pero llenos de amor, la magia de imaginar sin límites. Ese niño interior es nuestro mejor aliado para entender a nuestros hijos. Nos pide que bajemos el ritmo, que dejemos las preocupaciones un rato, y que simplemente estemos presentes.
Hoy quiero invitarte a hacer algo distinto. Tómate un momento para sacar a pasear a tu niño interior. ¿Qué alimento te hacía feliz cuando eras pequeño? ¿Qué juegos te emocionaban mientras esperabas a que mamá o papá sirvieran la cena? Recréalo con tus hijos. Siéntate en el suelo, serviros en platos de colores y hablar como si fueseis viajeros de otro planeta.
Porque la crianza, como dice El Principito, es un acto de domesticación, de crear lazos, de hacer que nuestros hijos sepan que son únicos y amados. Y tal vez, mientras les enseñamos a ellos, nos redescubramos a nosotros mismos.
Hoy, más que nunca, recordemos que lo esencial está en las pequeñas cosas: en la risa de un niño, en la mancha de chocolate en los dedos y en la magia que ocurre cuando decidimos mirar con el corazón.
¿Tienes alguna idea para acompañar el texto con imágenes o actividades prácticas? Podríamos añadir una lista de "rituales mágicos" para familias, como cocinar juntos o explorar recetas de la infancia.
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